Isaías 45:22. -Vuelvan a mí y sean salvos, todos los confines de la tierra, porque yo soy Dios, y no hay ningún otro.

¿El dinero es tu dios actual?

¿Hará acaso el hombre dioses para si? Mas ellos no son dioses.

Jeremias 16:20,  RVR 1960

Charles Spurgeon

Uno de los pecados más persistentes y conflictivos del antiguo Israel fue la idolatría y nosotros, como el Israel espiritual, estamos sujetos a la misma necedad. ¨La estrella del dios Refán¨(Hechos 7:43) ya no brilla más, y las mujeres ya no están ¨llorando a Tamuz¨ (Ezequiel 8:14, RVR 1995); pero el dios del dinero sigue imponiendo su becerro de oro y los santuarios del orgullo no han sido abandonados.

El yo en sus diversas formas lucha por someter bajo su dominio a los escogidos de Dios y la carne levanta sus altares donde puede hallar un lugar. Estos ¨hijos consentidos¨ muchas veces son la causa de gran parte del pecado de los creyentes, y el Señor sufre cuando nos ve que los adoramos de manera obsesiva. Si lo seguimos haciendo, se convertirán en una maldición tan grande como lo fue Absalón para David.
Es cierto que ¨ellos no son dioses¨ dado que estos objetos de nuestro necio amor son bendiciones muy dudosas. Las comodidades y el consuelo que nos brindan son peligrosos y es escasa la ayuda que nos podrían brindar en un momento de prueba. ¿Por qué, entonces, nos dejamos cautivar tanto por estas vanidades de la vida? Nos compadecemos de los pobres paganos que adoran a un dios de piedra, y nosotros adoramos al dios dinero. ¿Y acaso nuestro dios de la carne es superior a uno hecho de madera?
A decir verdad, la necesidad de estos pecados es la misma en todos los casos. Sin embargo, en nuestro caso es más grave porque tenemos más luz y pecamos en el rostro mismo de nuestro Dios. Los paganos se inclinan ante una falsa deidad y jamás conocieron al verdadero Dios; nosotros cometemos dos males: abandonamos al Dios vivo para volvernos a los ídolos.
¡Que el Señor nos limpie de semejante iniquidad!

El mas preciado ídolo que haya conocido,
Cualquiera sea este
Ayúdame a quitarlo de tu santo trono
Para adorarte solo a ti, Señor.

William Cowper, 1731-1800